Abrir la puerta

En esta habitación hace frío. Mis manos y pies se desmarcan del resto de mi cuerpo y deciden sentirse gélidos. El Sol se muestra, seduce, nos recuerda lo hermoso que puede llegar a ser todo, pero que no siempre es. «Se mira, pero no se toca».

Hay una puerta al lado. Esta habitación es grande y sombría, y no sé lo que habrá tras esa puerta. Pero es que esta habitación es tan grande y sombría…

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Devaneos con la felicidad

Quién me manda divertirme con un juguete a punto de romper, quién me obliga a contemplar el paraíso desde el precipicio.

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La hoguera huidiza

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Las piedras y los huesos de mis manos se funden en uno sin remisión. Mi desesperación se incrementa a medida que mi esperanza divisa con más nitidez el suelo. Esa hoguera que ansío que me abrigue ha encontrado un refugio inexpugnable en mi imaginación. En realidad nunca tenido intención de escapar de allí.

Chispazos. Chispazos fugaces son mi único palmarés.

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Ideas apropiadas

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Mi imaginación es un destello. La de otros, una constante. Le cedo la palabra, señor Thompson:

«Feliz… -dije entre dientes, tratando de apresar la palabra. Pero es una de esas palabras, como «amor», que jamás he entendido cabalmente. La mayoría de la gente que trabaja con las palabras no tiene mucha fe en ellas, y yo no soy una excepción (sobre todo si hablamos de las grandes palabras como Feliz y Amor y Honrado y Fuerte). Son demasiado huidizas y sobremanera relativas cuando las comparamos con otras palabras pequeñas y humildes y cortantes como Gamberro o Barato o Farsante. Con éstas me siento cómodo, porque son desnudas y fáciles de retener, pero las grandes palabras son duras y tendrías que ser un cura o un necio para utilizarlas con un minimo de seguridad y soltura.»

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septiembre 15, 2012 · 5:47 pm

Amigo Alquitrán

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Sé que eres un asesino impío. Que tú, junto a tus compiches Nicotina, Amoniaco y demás individuos, ejercéis, enfundados en vuestro esbelto e impecable uniforme blanco, de sicarios implacables,cuyo encargo es liquidar ingenuos seres como yo.

Tú, Alquitrán, eres un elemento de cuidado. Eres peligroso, y tu carisma consigue engatusar sin remedio a tus víctimas. Y cuando estas toman consciencia de lo perniciosa que es tu compañía, ya están avocadas a un final irrevocable.

Pero esta misiva no es un ejercicio de desprestigio hacia ti. Es una carta de agradecimiento.

El tiempo que, hasta ahora, hemos compartido tú y yo me ha servido para limpiar muchas regiones de mí. Contigo he conocido el cielo, ese inmenso capote que nos cubre, y que ignoramos.

Es más grande y lustroso que yo, y no cabe duda de que lleva aquí un rato más, pese a lo cual apenas había reparado en su perfección. Sin embargo tú, Alquitrán, durante mis encuentros contigo, te has empeñado en ser mi ‘cicerone’ en el viaje a este suelo superior. De este vasto territorio, abierto a todos, pero explorado sólo por quienes muestran interés en ello. Y lo has hecho de fábula.

Gracias, Alquitrán.

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Grandes y pequeños relojes

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Vivimos inmersos en una sociedad que prepondera la agregación a grandes agrupaciones, el amparo dentro de grandes colectividades. Una sociedad que graba a fuego la idea de que lo conveniente es ser la tuerca de un gran reloj. Una sociedad exenta de individualismos y que desestima la alternativa de que uno sea el mecanismo completo de un reloj más modesto.

Los incautos que dan sólo a esta opción por válida, sin embargo, no reparan en un detalle: es la maquinaria, y no sólo una tuerca, la que provoca el movimiento del reloj.

 

 

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El sistema excretor

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Antaño, nuestro amo tenía por costumbre evacuar sobre nosotros las espinas de las rosas que ingería. Fruto de un empacho generalizado, decidimos que era conveniente que el señor modificara su dieta, hasta que se resintiera, alimentándolo a base de pescado. Nos convertimos todos en gaviotas. Pero el contenido del chaparrón que nos ha caído, desde el principio de esta fábula sin moraleja, no ha variado su forma, ha sido siempre la misma MIERDA.

Para hacer frente a este diarreico sistema excretor, los mindundis de nosotros nos hemos tenido que valer de un mismo paraguas. Un paraguas que ya cuesta abrir y que tiene unas cuantas varillas rotas.

Algunos de los que se resguardan bajo él se afanan en que el aparato siga siendo eficaz, a base de ponerle remiendos y arreglar a martillazos las piezas rotas. Desgraciadamente, otros ilusos confían en que el chaparrón va a cesar en algún momento, o directamente se resignan a pensar que el paraguas no tiene arreglo, y asumen que se van a tener que pringar de mierda, tarde o temprano.

Esta es una breve explicación, sin reparar en récords de Eurocopas y primas de riesgo, de como funciona nuestro sistema excretor,  que con sus espesas heces ya tupe el desagüe.

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Las dobles vertientes

Recapitulando:

He perdonado y, a veces, no he perdonado.

Me han perdonado y no me han perdonado.

He amado y no he amado.

Me han amado y no me han amado.

Me han odiado. Me han odiado mucho.

He odiado. He bebido hasta el mercurio de los termómetros para dejar de odiar o, como mínimo, procurarlo.

He abofeteado y me he sentido abofeteado.

He delinquido. (No hay por qué tomarme en serio.)

He engordado. Y mucho.

He perdido pelo. Me compraré levadura de cerveza.

He sufrido, pero también he disfrutado.

He vivido. Repito: HE VIVIDO.

Aún quedan muchos frascos de tinta, muchachos.

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Segundo asalto

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Ya no quedan más balas en este cartucho. El hedor a pólvora es el único vestigio de ese último dardo metálico que acaba de abandonar su refugio.

Mis disparos han sido certeros, pero la metralla ha dejado su rúbrica mi cuerpo. Las cicatrices dejarán una marca imborrable, serán una permanente alusión a esta contienda.

Los profundos surcos que decorarán mi piel, lejos de hacerme desertar en cuanto sea posible, me alentarán a combatir con más vigor.

El honor sólo está reservado a los que queman todas sus balas.

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Frío

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Ya es verano, dicen.

Sin embargo, mi corazón late atrapado en un interminable invierno de calles estrechas, y no para de ponerse enfermo.

A menudo, él mismo es el culpable de sus males. Su tozudez hace caso omiso de quienes le aconsejan que se abrigue antes de salir a la calle, y se pone febril.

En algunas ocasiones, en un alarde de sensatez, se pertrecha debidamente,y consigue ver el Sol.

Otras veces, tal vez las que menos, el frío es penetrante, y no hay protección que pueda plantarle cara.

Mi corazón anhela el verano. Es sólo un recuerdo, cada vez más borroso, de una época mejor.

Algún día llegará el verano…

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